Héctor A. Gil Müller

Bienvenido a este espacio de reflexión, donde lo único que se pretende es que veamos las mismas realidades pero con diferentes ojos.

martes, 3 de agosto de 2010

El noble oficio

Los griegos identificaban a las escuelas como escenarios de ocio; entendible cuando los jornaleros veían entre sus pesados y fatigados días laborales a jóvenes cómodamente sentados, escuchando, pensando y ataviados con sus “cándidas”, túnicas blancas, que serían bautizadas por los romanos, razón por la cual quienes aspiraban a un cargo honorario les llamaban candidatos, tan blancos como aquella prenda. Esa insinuación que pesaba sobre la “escuela”, hizo que muchos hombres de arte y ciencia optaran por abandonar ese escenario ya cargado con una fuerte difamación social, y protestaran contra aquellos que no apreciaban el valor de la enseñanza formal, esa situación no evitó que el Maestro (Magis: mas, stare: estar) refiriéndose al que está más tiempo de pie o avanzando en una circunstancia determinada, lograra instaurar bajo nuevos nombres otros espacios dedicados; como la academia, salón levantado en honor a los jardines Academos en Atenas, y el liceo, proveniente del templo Apolos Licio (donde Apolos mataba esos lobos que después representarían la ignorancia). Para ellos hubo quienes dieron sus enseñanzas y cultivaron como en fértil prado las célebres lecciones del mejorar.

Cuan sabios los Helmánticos, que en su universidad esgrimieron “Quod natura non dat, helmantica non praestat” (Lo que la naturaleza no da, Salamanca (la universidad) no te lo presta). Tras ese cántico de los docentes de la edad media presentaban al arte de aprender como una consecuencia de las habilidades y talentos propios del ser, mostrando no un hombre limitado sino un cúmulo de posibilidades expectantes.
Aguardaban en esos tiempos centenares de tradiciones que los educandos profesaban. Su léxico se integraba por palabras complejas (esdrújulas les llamamos ahora) distinguiéndose de las “llanas” (graves) como las que la gente llana pronunciaba. El alegre estudiante que se presentaba al docente nunca mató su espíritu juvenil e integró con cantos su espíritu romántico, aparecieron las “tunas” o las estudiantinas de inquietos y hambrientos jóvenes que aleccionaban: “Cuanto la tuna te lleve serenata/ no te enamores compostelana/ pues cada cinta que adorna mi capa/ es un pedacito de corazón”. Para ellos hubo docentes cuya sabiduría fundiría en las mentes ágiles los principios de nuevos tiempos.

El magisterio es una noble profesión, pues encierra la posibilidad de cambiar nuestro entorno, el que es maestro aprende a profesar la verdad elemental de la humanidad, que ésta es un ser que perpetuamente crece y aprende.
En mi vida muchos y muy buenos maestros han pasado, y me han dejado enseñanzas mayores a lo que pudiera yo dar. Mis profesores no solo me han instruido en saberes integradores de un programa curricular, han, agraciado yo por fortuna, sabido legarme otras cosas más. Durante mi instrucción descubrí junto a ellos que “buen porte y buenos modales abren puertas principales” también me aleccionaron sobre el esfuerzo y los frutos del mismo, más dulces y fértiles que cualquier otro. “La soberbia desechar, niños en toda ocasión que al humilde Dios le asiste y le da su bendición”, expresando verdades sobre la condición humana y el poder del mismo hombre.

Por muchas cosas yo quiero abrigarme bajo el oficio de quien enseña, y aunque empiece joven quiero acabar viejo entre los salones de clase.
Las ideas, las palabras, es decir, los saberes, aun pueden cambiar el mundo. Muchas cosas han cambiado, algunas se han desgastado pero el noble oficio de enseñar sigue custodiando la línea que la humanidad jamás ha truncado.

Y cuando veo las inclemencias de estos tiempos, reconozco en los docentes la obra de la providencia que nos entrega algo de esperanza, pues en ellos existe ese potencial de cambio. Porque unidos en el saber es sólo como después podemos cumplir nuestro deber.
Seamos graves y apasionados en nuestras lecciones, ardientes y obstinados en nuestro odio a la ignorancia y el fanatismo, que son tan hijos del miedo como la miseria, imperturbables frente el peligro, pacientes en el trabajo, fuertes en los fracasos, modestos y vigilantes en los éxitos. Seamos generosos con los buenos, comprensivos con los desgraciados, justos con todos, y en ese sendero el noble oficio del docente jamás fenecerá, sino que pasados estos tiempos vendrán otros con nuevos acentos y también instruirán, no sé si con mayor o con menor pasión, pero si sé que tendrán la responsabilidad, como nosotros de cambiar su entorno.

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