Héctor A. Gil Müller

Bienvenido a este espacio de reflexión, donde lo único que se pretende es que veamos las mismas realidades pero con diferentes ojos.

lunes, 10 de agosto de 2009

Meto las manos al fuego...

El hombre, primitivo y moderno animal, sostiene en su léxico la riqueza de contener lo más sublime y lo más grotesco. Las palabras son vehículos eficientes de transmisión emotiva, racional, afectiva y discrecional. El ha depositado en frases memorables mucho de su historia y más de sus tradiciones, esta es la historia de una de esas frases que han logrado rebasar los tiempos y las edades de quienes la pronunciaron.

Roma fue un imperio cuyas transformaciones políticas han construido la consciencia de mucho pueblos posteriores, uno de esos cambios fue el abandono de la monarquía por el sistema republicano. El último de los monarcas, Tarquino, a quien llamaban el soberbio y cuyas lecciones de estilo justificaban ampliamente su mote, fue expulsado del trono. Pero Tarquino era Etrusco y en ciertas esferas la naturaleza puede darnos armas capaces de aliarnos con otros, la sangre lo logró y nuestro monarca obtuvo el apoyo del Larte Porsenna quien acampó en la colina del Janículo, (Roma tiene una larga historia depositada en sus colinas, donde la mayor era el capitolio y la mas recurrida el vaticano, por aquello de que ahí moraban quienes vaticinaban el futuro de la ciudad).

Roma vivió la desesperación de saberse sitiada, pero sobre todo temor siempre aparece el valor, mismo que se apoderó de un espíritu noble, como nobles son los que aun no han visto suficiente, y fue un joven quien demostró el coraje de la batalla. Mucio se ofreció ante el senado para asesinar a Porsenna, ante la burla de los honorables oficiales le fue otorgado su deseo. Mucio se preparo, guarecido por la noche, para internarse al campamento enemigo. El primer episodio de la historia parecía arrojar un triste final, pues el valiente errando en su plan sólo alcanzó a asesinar a uno de los escribas del Larte, apresado inmediatamente fue conducido ante Porsenna. Con voz grave y temible el opresor habló sancionando al joven con las más duras penas que su imaginario le permitía, el fuego entre ellas, pero el héroe alzó su voz y con atinado acento declaró: “Soy ciudadano Romano y me llamo Cayo Mucio, soy tu enemigo y solo quise matar a un enemigo que nos daña sin lograr ventaja propia. Puedes torturarme, abrasarme y matarme, y no temo al fuego ni a la muerte pues tu vas a morir. Pues en Roma somos muchos los conjurados por el gran honor de matarte, no tememos al fuego ni a nada, Mira”, y acercándose al ara con fuego Mucio puso su mano sobre las ascuas y las llamas, y la dejó consumirse sin un solo gemido. Cuenta la historia tambien que Cayo Mucio declaró mientras su carne era quemada “Poca cosa es el cuerpo, para quien sólo aspira a la gloria”.
El Larte Porsenna vio la escena aterrado y admirado, perdonó la vida del joven y temiendo al ejercito romano levantó su campamento y olvido su alianza con Tarquino.

Los Romanos, como era obvio, llamaron a ese joven Mucio Escévola (Mucio “el zurdo”, seguramente por ser la única extremidad superior que le sobrevivió) y los historiadores narraron su historia por muchos años recordando a aquel que “puso su mano al fuego” por otros que anhelaban la libertad.

Así fue un acto heroico el del primero que sin temor a equivocarse puso las manos al fuego por alguien más, porque cierto es, que para recomendar a alguien valor, humildad y madurez necesitamos. Mucio Escévola nos recuerda que en el cuerpo joven puede estar también el espíritu viejo de la valentía.



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